Los cristianos de la antigua Roma (alrededor del año 610 bajo el pontificado de Bonifacio VIII) honraron a Santa María y a todos sus mártires en el Panteón de Agripa, edificio consagrado inicialmente a todos los dioses grecorromanos. Desde el siglo IX, por iniciativa del monje Alcuino y mediante decreto del papa Gregorio III (731-741), reunimos también en la fiesta del 1º de noviembre a todos nuestros santos (se eligió ese día pues coincidía con una de las cuatro grandes fiestas de los pueblos germanos). Y cuando decimos “todos”, nos referimos con alegría a la totalidad de los salvados por la misericordia de Dios.
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Esta celebración tiene muchas y profundas lecturas. Fijémonos ahora en que es la fiesta de los santos anónimos, los que no fueron canonizados, los que no tienen altar, los que no tuvieron seguidores que llevaran adelante sus procesos de canonización. Son santos y santas que quizás hemos conocido y han convivido con nosotros (quizás fueron familiares y amigos nuestros), que amaron a Dios, le fueron fieles en el anonimato y cumplieron las bienaventuranzas, piedra de toque del cristiano.
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Todos ellos merecen ese premio que sólo Dios les puede y les quiere dar, puesto que en este mundo no recibieron ninguna recompensa. Son muchísimos. Sólo Dios los puede contar. Esta fiesta es el triunfo de la redención realizada por Jesucristo.