Joaquín y Ana son
los nombres que una tradición, que arranca del siglo II, atribuye a los padres
de la Virgen María. Son dos nombres llenos de grandeza a los ojos de Dios,
grandeza que se esconde en la sencillez y la humildad.
Ellos se
acercaban al ocaso de la vida sin descendencia pero la tardanza no ahogaba los
anhelos de Joaquín y Ana. Ellos seguían rezando con esperanza. Las oraciones de
Ana fueron escuchadas. Un ángel -según algunos el mismo de la Anunciación- se
aparece a Ana en la Puerta Dorada del templo y le profetiza el nacimiento de
una Niña que se llamará María y será la predilecta del Señor.
En el seno estéril de Ana germinó la plenitud de la gracia.
En sus entrañas se realizó el sublime misterio de la Concepción Inmaculada de
María "prodigio de prodigios y abismo de milagros", dice el Damasceno.
"Santa tierra estéril, que al cabo produjo, toda la abundancia, que
sustenta el mundo", según se expresa Miguel de Cervantes en "La
Gitanilla".
Todos los antiguos anhelos se habían condensado en Joaquín y
Ana, en ellos se iban a cumplir las promesas. Fueron los padres dichosos de la
niña María, que Dios luego la haría su Madre y nuestra Madre.
El culto a Santa Ana es muy antiguo y anterior al de San
Joaquín. En Jerusalén está la iglesia de Santa Ana, cerca del templo. Allí
vivían, según la tradición, Joaquín y Ana. Y, según la opinión de muchos
Padres, ahí nació la Aurora de nuestra salvación, la Virgen María.