El
2 de noviembre es el día de la conmemoración de los fieles difuntos. Nuestros
cementerios y, sobre todo, nuestro recuerdo y nuestro corazón se llenan de la
memoria y de la oración -ofrenda agradecida y emocionada- a nuestros familiares
y amigos difuntos.
La
muerte es, sin duda alguna, la realidad más dolorosa, más misteriosa y, a la
vez, más insoslayable de la condición humana. Como afirmara un célebre filósofo
alemán del siglo XX, “el hombre es un ser para la muerte”. Sin embargo, desde
la fe cristiana, el fatalismo y pesimismo de esta afirmación existencialista y
real, se ilumina y se llena de sentido. Dios, al encarnarse en Jesucristo, no
sólo ha asumido la muerte como etapa necesaria de la existencia humana, sino
que la ha transcendido, la ha vencido.
El
Hijo de Dios ha dado la respuesta que esperaban y siguen esperando los siglos y
la humanidad entera a nuestra condición pasajera y caduca. La muerte ya no es el
final del camino. No vivimos para morir, sino que la muerte es la llave de la
vida eterna, el clamor más profundo y definitivo del hombre de todas las
épocas, que lleva en lo más profundo de su corazón, el anhelo de la
inmortalidad.
En el Evangelio y en todo el Nuevo Testamento encontramos la luz y la
respuesta a la muerte. Las vidas de los santos y su presencia tan viva y tan
real entre nosotros, a pesar de haber fallecido, corroboran este dogma central
del cristianismo que es la resurrección de la carne y la vida del mundo futuro,
a imagen de Jesucristo, muerto y resucitado.
A continuación, dejamos un documento en PDF para las celebraciones en los cementerios.