Año Jubilar de la Misericordia

2 de noviembre de 2015

Conmemoración de Todos los Fieles Difuntos: Evangelio del día y comentario

Primera lectura: Libro de las Lamentaciones, Lam 3, 17-26

Salmo: Sal 130(129), 1-8

Segunda lectura: Carta de san Pablo a los Romanos, Rom 6, 3-9

Mateo 25, 31-46 
Conmemoración de los fieles difuntos.

Cuando el Hijo del hombre venga en su gloria rodeado de todos los ángeles, se sentará en su trono glorioso. Todas las naciones serán reunidas en su presencia, y él separará a unos de otros, como el pastor separa las ovejas de los cabritos, y pondrá a aquellas a su derecha y a estos a su izquierda. Entonces el Rey dirá a los que tenga a su derecha: "Vengan, benditos de mi Padre, y reciban en herencia el Reino que les fue preparado desde el comienzo del mundo, porque tuve hambre, y ustedes me dieron de comer; tuve sed, y me dieron de beber; estaba de paso, y me alojaron; desnudo, y me vistieron; enfermo, y me visitaron; preso, y me vinieron a ver". Los justos le responderán: "Señor, ¿cuándo te vimos hambriento, y te dimos de comer; sediento, y te dimos de beber? ¿Cuándo te vimos de paso, y te alojamos; desnudo, y te vestimos? ¿Cuándo te vimos enfermo o preso, y fuimos a verte?". Y el Rey les responderá: "Les aseguro que cada vez que lo hicieron con el más pequeño de mis hermanos, lo hicieron conmigo". Luego dirá a los de su izquierda: "Aléjense de mí, malditos; vayan al fuego eterno que fue preparado para el demonio y sus ángeles, porque tuve hambre, y ustedes no me dieron de comer; tuve sed, y no me dieron de beber; estaba de paso, y no me alojaron; desnudo, y no me vistieron; enfermo y preso, y no me visitaron". Estos, a su vez, le preguntarán: "Señor, ¿cuando te vimos hambriento o sediento, de paso o desnudo, enfermo o preso, y no te hemos socorrido?". Y él les responderá: "Les aseguro que cada vez que no lo hicieron con el más pequeño de mis hermanos, tampoco lo hicieron conmigo". Estos irán al castigo eterno, y los justos a la Vida eterna».

 Sagrada Escritura en el portal web de la Santa Sede

Oración introductoria

Señor, gracias por recordarme que estoy de paso en esta vida, y que este paso debe ser ágil, comprometido, responsable, entusiasta, animado y fortalecido por tu gracia.

Petición

Que a la luz de la eternidad aprendemos que todo es pasajero, relativo, y al meditar en la muerte, nos ayude a no poner nuestro corazón y nuestras seguridades en cosas materiales y efímeras.

Meditación del Santo Padre Francisco

Queridos hermanos y hermanas, ¡buenos días!

Ayer celebramos la solemnidad de Todos los santos, y hoy la liturgia nos invita a conmemorar a los fieles difuntos. Estas dos celebraciones están íntimamente unidas entre sí, como la alegría y las lágrimas encuentran en Jesucristo una síntesis que es fundamento de nuestra fe y de nuestra esperanza. En efecto, por una parte la Iglesia, peregrina en la historia, se alegra por la intercesión de los santos y los beatos que la sostienen en la misión de anunciar el Evangelio; por otra, ella, como Jesús, comparte el llanto de quien sufre la separación de sus seres queridos, y como Él y gracias a Él, hace resonar su acción de gracias al Padre que nos ha liberado del dominio del pecado y de la muerte.

Entre ayer y hoy muchos visitan el cementerio, que, como dice esta misma palabra, es el «lugar del descanso» en espera del despertar final. Es hermoso pensar que será Jesús mismo quien nos despierte. Jesús mismo reveló que la muerte del cuerpo es como un sueño del cual Él nos despierta. Con esta fe nos detenemos —también espiritualmente— ante las tumbas de nuestros seres queridos, de cuantos nos quisieron y nos hicieron bien. Pero hoy estamos llamados a recordar a todos, incluso a aquellos a quien nadie recuerda. Recordamos a las víctimas de las guerras y de la violencia; a tantos «pequeños» del mundo abrumados por el hambre y la miseria; recordamos a los anónimos, que descansan en el osario común. Recordamos a los hermanos y a las hermanas asesinados por ser cristianos; y a cuantos sacrificaron su vida para servir a los demás. Encomendamos especialmente al Señor a cuantos nos dejaron durante este último año.

La tradición de la Iglesia siempre ha exhortado a rezar por los difuntos, en particular ofreciendo por ellos la celebración eucarística: es la mejor ayuda espiritual que podemos dar a sus almas, especialmente a las más abandonadas. El fundamento de la oración de sufragio se encuentra en la comunión del Cuerpo místico. Como afirma el Concilio Vaticano ii, «la Iglesia de los viadores, teniendo perfecta conciencia de la comunión que reina en todo el Cuerpo místico de Jesucristo, ya desde los primeros tiempos de la religión cristiana guardó con gran piedad la memoria de los difuntos» (Lumen gentium, 50).

El recuerdo de los difuntos, el cuidado de los sepulcros y los sufragios son testimonios de confiada esperanza, arraigada en la certeza de que la muerte no es la última palabra sobre la suerte humana, puesto que el hombre está destinado a una vida sin límites, cuya raíz y realización están en Dios. A Dios le dirigimos esta oración: «Dios de infinita misericordia, encomendamos a tu inmensa bondad a cuantos dejaron este mundo por la eternidad, en la que tú esperas a toda la humanidad redimida por la sangre preciosa de Cristo, tu Hijo, muerto en rescate por nuestros pecados. No tengas en cuenta, Señor, las numerosas pobrezas, miserias y debilidades humanas cuando nos presentemos ante tu tribunal a fin de ser juzgados para la felicidad o para la condena. Dirige a nosotros tu mirada piadosa, que nace de la ternura de tu corazón, y ayúdanos a caminar por la senda de una completa purificación. Que no se pierda ninguno de tus hijos en el fuego eterno del infierno, en donde no puede haber arrepentimiento. Te encomendamos, Señor, las almas de nuestros seres queridos, de las personas que murieron sin el consuelo sacramental o no tuvieron ocasión de arrepentirse ni siquiera al final de su vida. Que nadie tema encontrarse contigo después de la peregrinación terrena, con la esperanza de ser acogido en los brazos de tu infinita misericordia. Que la hermana muerte corporal nos encuentre vigilantes en la oración y cargados con todo el bien que hicimos durante nuestra breve o larga existencia. Señor, que nada nos aleje de ti en esta tierra, sino que todo y todos nos sostengan en el ardiente deseo de descansar serena y eternamente en ti. Amén» (Padre Antonio Rungi, pasionista, Oración por los difuntos).

Con esta fe en el destino supremo del hombre, nos dirigimos ahora a la Virgen, que padeció al pie de la cruz el drama de la muerte de Cristo y después participó en la alegría de su resurrección. Que ella, Puerta del cielo, nos ayude a comprender cada vez más el valor de la oración de sufragio por los difuntos. Ellos están cerca de nosotros. Que nos sostenga en la peregrinación diaria en la tierra y nos ayude a no perder jamás de vista la meta última de la vida, que es el paraíso. Y nosotros, con esta esperanza que nunca defrauda, sigamos adelante.

Santo Padre Francisco, Ángelus del domingo, 2 de noviembre de 2014




Meditación del Santo Padre emérito Benedicto XVI

Queridos hermanos y hermanas:

Después de celebrar la solemnidad de Todos los Santos, la Iglesia nos invita hoy a conmemorar a todos los fieles difuntos, a dirigir nuestra mirada a los numerosos rostros que nos han precedido y que han finalizado el camino terreno. En la audiencia de hoy, por eso, quiero proponeros algunos sencillos pensamientos sobre la realidad de la muerte, que para nosotros, los cristianos, está iluminada por la Resurrección de Cristo, y para renovar nuestra fe en la vida eterna.

Como ya dije ayer en el Ángelus, en estos días se visita el cementerio para rezar por los seres queridos que nos han dejado; es como ir a visitarlos para expresarles, una vez más, nuestro afecto, para sentirlos todavía cercanos, recordando también, de este modo, un artículo del Credo: en la comunión de los santos hay un estrecho vínculo entre nosotros, que aún caminamos en esta tierra, y los numerosos hermanos y hermanas que ya han alcanzado la eternidad.

El hombre desde siempre se ha preocupado de sus muertos y ha tratado de darles una especie de segunda vida a través de la atención, el cuidado y el afecto. En cierto sentido, se quiere conservar su experiencia de vida; y, de modo paradójico, precisamente desde las tumbas, ante las cuales se agolpan los recuerdos, descubrimos cómo vivieron, qué amaron, qué temieron, qué esperaron y qué detestaron. Las tumbas son casi un espejo de su mundo.

¿Por qué es así? Porque, aunque la muerte sea con frecuencia un tema casi prohibido en nuestra sociedad, y continuamente se intenta quitar de nuestra mente el solo pensamiento de la muerte, esta nos concierne a cada uno de nosotros, concierne al hombre de toda época y de todo lugar. Ante este misterio todos, incluso inconscientemente, buscamos algo que nos invite a esperar, un signo que nos proporcione consolación, que abra algún horizonte, que ofrezca también un futuro. El camino de la muerte, en realidad, es una senda de esperanza; y recorrer nuestros cementerios, así como leer las inscripciones sobre las tumbas, es realizar un camino marcado por la esperanza de eternidad.

Pero nos preguntamos: ¿Por qué experimentamos temor ante la muerte? ¿Por qué una gran parte de la humanidad nunca se ha resignado a creer que más allá de la muerte no existe simplemente la nada? Diría que las respuestas son múltiples: tenemos miedo ante la muerte porque tenemos miedo a la nada, a este partir hacia algo que no conocemos, que ignoramos. Y entonces hay en nosotros un sentido de rechazo pues no podemos aceptar que todo lo bello y grande realizado durante toda una vida se borre improvisamente, que caiga en el abismo de la nada. Sobre todo sentimos que el amor requiere y pide eternidad, y no se puede aceptar que la muerte lo destruya en un momento.

También sentimos temor ante la muerte porque, cuando nos encontramos hacia el final de la existencia, existe la percepción de que hay un juicio sobre nuestras acciones, sobre cómo hemos gestionado nuestra vida, especialmente sobre aquellos puntos de sombra que, con habilidad, frecuentemente sabemos remover o tratamos de remover de nuestra conciencia. Diría que precisamente la cuestión del juicio, a menudo, está implicada en el interés del hombre de todos los tiempos por los difuntos, en la atención hacia las personas que han sido importantes para él y que ya no están a su lado en el camino de la vida terrena. En cierto sentido, los gestos de afecto, de amor, que rodean al difunto, son un modo de protegerlo basados en la convicción de que esos gestos no quedan sin efecto sobre el juicio. Esto lo podemos percibir en la mayor parte de las culturas que caracterizan la historia del hombre.

Hoy el mundo se ha vuelto, al menos aparentemente, mucho más racional; o mejor, se ha difundido la tendencia a pensar que toda realidad se deba afrontar con los criterios de la ciencia experimental, y que incluso a la gran cuestión de la muerte se deba responder no tanto con la fe, cuanto partiendo de conocimientos experimentales, empíricos. Sin embargo, no se llega a dar cuenta suficientemente de que precisamente de este modo se acaba por caer en formas de espiritismo, intentando tener algún contacto con el mundo más allá de la muerte, casi imaginando que exista una realidad que, al final, sería una copia de la presente.

Queridos amigos, la solemnidad de Todos los Santos y la Conmemoración de todos los fieles difuntos nos dicen que solamente quien puede reconocer una gran esperanza en la muerte, puede también vivir una vida a partir de la esperanza. Si reducimos al hombre exclusivamente a su dimensión horizontal, a lo que se puede percibir empíricamente, la vida misma pierde su sentido profundo. El hombre necesita eternidad, y para él cualquier otra esperanza es demasiado breve, es demasiado limitada. El hombre se explica sólo si existe un Amor que supera todo aislamiento, incluso el de la muerte, en una totalidad que trascienda también el espacio y el tiempo. El hombre se explica, encuentra su sentido más profundo, solamente si existe Dios. Y nosotros sabemos que Dios salió de su lejanía y se hizo cercano, entró en nuestra vida y nos dice: «Yo soy la resurrección y la vida: el que cree en mí, aunque haya muerto, vivirá; y el que está vivo y cree en mí no morirá para siempre» (Jn 11, 25-26).

Pensemos un momento en la escena del Calvario y volvamos a escuchar las palabras que Jesús, desde lo alto de la cruz, dirige al malhechor crucificado a su derecha: «En verdad te digo: hoy estarás conmigo en el paraíso» (Lc 23, 43). Pensemos en los dos discípulos que van hacia Emaús, cuando, después de recorrer un tramo de camino con Jesús resucitado, lo reconocen y parten sin demora hacia Jerusalén para anunciar la Resurrección del Señor (cf. Lc 24, 13-35). Con renovada claridad vuelven a la mente las palabras del Maestro: «No se turbe vuestro corazón, creed en Dios y creed también en mí. En la casa de mi Padre hay muchas moradas; si no, os lo habría dicho, porque me voy a prepararos un lugar» (Jn 14, 1-2). Dios se manifestó verdaderamente, se hizo accesible, amó tanto al mundo «que entregó a su Unigénito, para que todo el que cree en él no perezca, sino que tenga vida eterna» (Jn 3, 16), y en el supremo acto de amor de la cruz, sumergiéndose en el abismo de la muerte, la venció, resucitó y nos abrió también a nosotros las puertas de la eternidad. Cristo nos sostiene a través de la noche de la muerte que él mismo cruzó; él es el Buen Pastor, a cuya guía nos podemos confiar sin ningún miedo, porque él conoce bien el camino, incluso a través de la oscuridad.

Cada domingo reafirmamos esta verdad al recitar el Credo. Y al ir a los cementerios y rezar con afecto y amor por nuestros difuntos, se nos invita, una vez más, a renovar con valentía y con fuerza nuestra fe en la vida eterna, más aún, a vivir con esta gran esperanza y testimoniarla al mundo: tras el presente no se encuentra la nada. Y precisamente la fe en la vida eterna da al cristiano la valentía de amar aún más intensamente nuestra tierra y de trabajar por construirle un futuro, por darle una esperanza verdadera y firme. Gracias.

Santo Padre emérito: Conmemoración de todos los fieles difuntos,
 Audiencia General del miércoles, 2 de noviembre de 2011


Propósito

Ver con ojos muy distintos la realidad de la muerte, a mirarla con gran serenidad y a aceptarla con paz y esperanza; incluso con alegría y regocijoa través de la fe.

Rezar por nuestros difuntos para que estén disfrutando de la gloria de Dios.

Diálogo con Cristo

Jesucristo, no debo temer a la muerte porque ella es el paso que me acerca a lo que más he buscado en mi vida: gozar en plenitud de tu presencia. La vida es corta y tengo que aprovecharla para amarte y servirte, fortaleciéndome diariamente con la oración y los sacramentos. Confío en Ti y te digo que puedes venir a buscarme cuando Tú quieras, como Tú quieras y donde Tú quieras.